CUENTO

La Luna Amarilla – CUENTOS DE COLORES

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CUENTOS DE

COLORES

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LA LUNA AMARILLA

La Luna Amarillaa

    Pues, señor, la Luna era muy blanca al principio.

Pero era muy envidiosa.

    ¿Sabes tú cómo nació la Luna?

    Estaba en brazos del Sol, su padre, con la Tierra, nuestra madre. Y en el Sol estaban las dos muy calentitas. Pero eran muy soberbias las dos, la Tierra y la Luna. Y una vez callandito, sin que les oyera el Sol, se dijeron:

    -Tierra madre, ¿quieres que nos escapemos del Sol? Tengo ganas de ir a navegar por esos mundos y visitar a la estrella Polar, al Lucero de Alba, al señor Marte y Venus, y darme un paseo por el Camino de Santiago.

    -Hija sí. ¿Pero cómo nos escapamos?

    -¿Cómo..? Echándonos por los aires, dejándonos caer un día. Así como anda el Sol alrededor de la Estrella de Hércules, ¿no lo has notado..? Andaremos nosotras lo mismo.

    Y sin pensar más en su disparate, un día en que el Sol estaba distraído, porque notó que le habían salido algunas manchas, de las que quería limpiarse fuera del fuego, ¡zaz!, se lanzaron la Tierra y la Luna cielo abajo y se separaron del Sol.

    Las pobres no tenían experiencia, eran jóvenes: la Tierra tenía 19 años, por supuesto años luz, que son los años de los astros, y la Luna tenía 15. Figúrate, ¡sin pizca de juicio!

    Pero el Sol es muy listo, y en cuanto advirtió que se le iba la Tierra, le lanzó u lazo invisible de millones de kilómetros, que los astrónomos llamaban gravedad o peso, y la dejo atada a sí mismo, y así la tiene, condenada a ser planeta y dar vueltas alrededor de él toda la vida.

    Y a la Luna, esa granujilla soberbia, la ató con otra correa también invisible de la misma clase a la Tierra, y la condenó a ser satélite y a dar vueltas alrededor de nuestro planeta toda la vida.

    Entonces la Luna era blanca. Loca siempre, unas veces sonreía a la Tierra, otras se enfadaba y se escondía, otras se ponía unos cuernos, otras se reía a carcajadas. Pero era blanca. Además, era muy soberbia y pensaba que no había en el cielo una estrella como ella. ¡Ella tan grande como una calabaza! Y las otras unos puntitos blancos..! Pero, loca y soberbia, al fin era limpia, y blaca como la luz del Sol. Y verás cómo se volvió amarilla.

    Seguía amarrada a la Tierra dando vueltas sin soltarse, como la honda de un chicuelo.

    A veces, la cuerda invisible la ahogada hasta ponerla negra. Pero, en fin, coqueta como era, pronto volvía a quedar limpia y blanca. Mas una noche, mientras las estrellas charlaban por los espacios nocturnos, contando cuentos de hadas, empezaron a bajar angelitos y más angelitos… Y arcángeles, y serafines, y querubines. Sobre todo, rl arcángel San Gabriel no paraba de subir y bajar, levantando polvo de estrellas… ¿Qué será..? ¿Qué pasa allá abajo…?

    Todas las estrellas deseaban bajar a verlo. Mas como están sujetas en su puesto mientras no las llame Dios, no se movían. Pero miraban y miraban y remiraban…

    Y vino Gabriel y se paró en medio de la Vía Láctea, dijo con su sonora voz angelical, que resonó en todos los espacios como resuena un órgano magnífico en un día de Primera Comunión:

    -Oíd, planetas y satélites, cometas, estrellas y constelaciones. ¡Ha nacido el Rey del cielo hecho hombre!

    Y dijeron las estrellas:

    -¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde?

    -En la Tierra.

    -¿Es posible..? ¿En la Tierra? ¡Oh, qué humildad!

¡Oh, qué humildad!

    -Ahora –añadió San Gabriel-, necesito una estrella, que baje allá y anuncie a todas las gentes que ha nacido el Salvador del mundo, el Rey de los reyes, el Emperador del Universo, y guíe a su casa a los que sigan su llamamiento misterioso.

    En cuanto esto oyeron las estrellas, armaron un vocerío que hizo retemblar los espacios.

    Todas las estrellas decían:

        -Yo, yo, a mí, a mí…

        Y gritaba Sirio, y chillaba Aretusa, y la Estrella Polar clamaba, y las dos Géminis cantaban, y la constelación Virgo suspiraba, y todo el inmenso enjambre de la Vía Láctea zumbaba. Pero sobre todo la Luna bufaba, y gritaba que a ella le tocaba este oficio, que ella era el astro de la Tierra, que ella era la mayor de todas las estrellas. ¡Y es la menor de todas, que ni siquiera llega a ser estrella!

 

La Luna Amarilla 1

 

    Pero fue San Gabriel y, despreciando toda aquella vocinglería, tomó una estrella de las innumerables de la Vía Láctea, una del, montón, unas de las que parecen más pequeñas y que se esconden a todos los más recios telescopios, que se comprometió a encogerse todo lo necesario para caber en la Tierra, y se hizo pequeñita, pequeñita; y metidita en un pliegue de la túnica del arcángel, se dejó traer al mundo…

    Al pasar San Gabriel junto a la Luna, ésta, que se había figurado que ella iba a ser la elegida, al ver que San Gabriel ni se fijaba en ella, le tiró del manto azul y le dijo:

    -Señor Arcángel, nadie más apropósito para estrella de ese Rey que yo; ¡míreme..! Ya verá qué bien hago mi oficio, ya verá cuánta gente viene detrás de mí. Yo soy bella, yo soy grande, yo soy suave, yo soy, durante la noche, la más visible de todas las estrellas en la Tierra. Fijaos en mí, nobilísimo e inteligentísimo arcángel. ¿Voy?

    El Arcángel la miró de arriba abajo y le dijo:

    -Quita de ahí, vanidosa. Dios que se ha hecho niño, también busca estrellas que se hagan pequeñitas. ¿Ves ésta que llevo en un pliegue de mi túnica, en la que tú ni te has fijado? Es mil veces mayor que tú, pero se ha hecho mil veces más menuda que tú, aunque conserva su brillo mil veces más intenso que el tuyo. Y tú, que nada vales, te figuras que eres la primera de todas las estrellas… ¡Vanidosa! ¡Si ni eres estrella! ¡Si no pasas de mísero satélite..! ¡Quita de ahí..!

    Y el arcángel pasó, y sacando a su estrellita del pliegue de su túnica de diamante líquido, la puso frente a los astrónomos Melchor, Gaspar y Baltasar, tres reyes sabios, que estaban mirando al firmamento…

    Éstos la vieron, y le preguntaron quién era. Y ella, hablando como suelen hablar las estrellas, les dijo que era Maristela, la estrella del Gran Rey, que si querían encontrarle, la siguiesen, que ella les guiaría.

    -¡Comprendido! ¡Comprendido! –dijeron los tres-. ¡Vamos contigo!

    La luna corrió todo lo que pudo, y envidiosa se puso también en el mismo campo de Maristela, muy redonda, muy grande, muy guapota, pero como una calabaza. Los astrónomos ni le hicieron caso.

    Aquel día, la Luna todavía estaba blanca. Se había pintado lo mejor que pudo para seducir a San Gabriel, y si no podía seducir al arcángel, seducir a las gentes.

    Ya veremos que pasó.

    Cuando la Luna vio que aquella estrellita despreciable bajaba en brazos del arcángel a guiar a los reyes a la casa del Gran Rey del Universo, envidiosa y rebelde a las leyes del Creador, que no la llamaba, en vez de seguir quieta en su puesto, decidió bajar a hurtadillas a la Tierra, sin pedir permiso a nadie.

    -Esa estrellita no vale nada –decía–. No sé lo que valdrá allá en la Vía Láctea. Como allí todas son tan menudas, puede que ésta signifique algo. Pero ¿aquí..? En cambio, yo, con esta cara tan hermosa, en cuanto baje a la Tierra, daré el golpe: oscureceré a esa menudencia de estrelluca, aventaré a esa chispita que parpadea, llamaré la atención en el mundo. ¡Ya la llamo estando tan lejos! ¿Qué será cuando me vean de cerca..?

    Y ¡zarrrrrss!, se bajó al mundo, y en cuanto vio los camellos de Oriente que se ponían en camino, se puso ella delante de todos.

    La estrellita, que, a pesar de ser mil veces mayor que la Luna, se había hecho mil veces más pequeñita, para servir a Dios, estaba quieta hasta que el ángel le diese órdenes.

    Los tres reyes la estaban mirando y decían: -¡Ésa es, ésa es, ésa es..!

    En cambio, la Luna se movía, y se encogía, y se ensanchaba, y hacía garabatos, y hasta alguna vez tosía. Pero los reyes ni siquiera se dignaban a mirarla.

    Y la Luna… rabiaba.

    En esto, la estrellita empezó a caminar delante de los camellos. Los reyes empezaron a seguirla. Los camellos piafaban de placer, volaban como el viento, no tropezaban en ninguna parte, devoraban leguas, y ni siquiera sentían la sed.

    La Luna, que no sabía dónde había nacido el Mesías, los llamaba y quería llevarlos a Roma, o a Menfis, o a alguna otra capital, pensando que allí habría nacido. ¡Qué tonta!

    En cambio la estrellita, sin chistar, iba derecha, derecha por los aires, a una aldea, a Belén.

 

La Luna Amarilla 2

 

    La Luna arreó a seguirlos para descaminarlos.

    Cuando llegaron a Jerusalén y vio que la estrella se oscurecía, hinchó los mofletes de satisfacción, diciendo:

    -¡Ya decía yo que esa estrella no valía nada! Ya ves, se apagó. Ahora yo voy a seguir guiando a los reyes. Venid conmigo. A Menfis. Allí veréis al Rey…

 

La Luna Amarilla3

 

    Pero los reyes no le hacían caso. Salieron de Jerusalén, y otra vez la estrellita se les puso delante y condujo a Belén, a una casita sencilla de un carpintero y su esposa…

    Entonces la Luna, fuera de sí, les gritó:

    -Pero, ¡Que tonto sois! ¿Creéis a esa estrellita..?

    ¿Ese es el Rey que os enseña esa “estrellita”?

    Más Gabriel harto ya de la fatuidad de la Luna, que se consideraba reina de los cosmos, cuando no era sino un satélite de la Tierra, que a su vez no era más que una estrella que gira atada a Hércules… No le dio un puntapié porqué no lo estilan los ángeles, pero le tiro de las orejas, le dio un empujón hacía la Tierra la volvió a sujetar bien a la correa de la gravedad, la echó de nuevo a girar alrededor del orbe.

    Entonces la Luna palideció de miedo, de envidia, de rabia, de bilis y desde entonces gira, gira y gira, con mal de hígado, alrededor de la Tierra; pero no enseña su cara si no de noche, por miedo de que la vean de día, y de vergüenza de que sepan que es menos que una estrellita de la Vía Láctea, y que sin embargo se cree la mayor estrella del firmamento.

    La estrellita, después de que los reyes llegaron a Belén, presenció toda la fiesta, y cuando se volvieron a su tierra, ella, ¡FIIIIII!, Se fue al cielo a contar a sus hermanas lo que había visto. Todas se alegraron. Más, cuando supieron que la Reina María no tenía joyas, le enviaron las doce principales estrellas de la Vía Láctea para que adornasen a la Madre de Dios en la presencia de su Hijo. Las cuales, al pasar junto a la Luna, la miraron, se rieron y una de ellas, la más jovencita y atrevida, soltó a pasar una carcajada de luces y le dijo:

    -¡Envidiosa! ¡Biliosa! ¡Quisquillosa! ¡Qué amarilla te has puesto! Piensas que eres la reina de los cielos, y no tienes más luz que la que robas de la que cae del Sol, con la que te pintas la cara. Y eres tan envidiosa, que siendo blanca la luz de nuestro hermano el Sol, tú, en cuanto la pones en tu cara, la vuelves amarilla: ¡por tu envidia!

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