CUENTO

EL GRUMETE

El grumete

  Habita Maruxa Cumeira una alegre casita en el lugar de San Cipriano En Galicia. El sol poniente penetra en su puerta entreabierta, y baña con sus tintas de oro pálido el tosco mueblaje de una casa de pescador.

  Es la hora de la cena, Maruxa corta dos gruesas rebanadas de pan de centeno que deposita en la mesa al lado de dos escudillas rebosantes de grelos con patacas, y hecho esto vase a la puerta y apoyada en uno de sus largueros y defendiendo de la luz con su mano, escudriña el ancho mar, que está tranquilo como un lago.

  La mirada de la experta costeña divaga al principio, indecisa sobre aquella inmensa superficie; mas, de repente se fija en un punto,  y al mismo tiempo un suspiro de satisfacción se escapa de su pecho.

– ¡Dios sea bendito! –Murmura con fervor— una vez más me devuelve sano y salvo a mi Santiaguiño, mi única alegría en este mundo.

  Y dejándose abierta la grande puerta (no hay miedo a ladrones en Galicia), Maruxa baja a la playa a pasos lentos.

  La pequeña barca que el ojo ejercitado de la pescadora ha descubierto, adelanta gallardamente con sus pintadas velas, que hincha una ligera brisa.

grumete 1

La madre apresura el paso para llegar al momento de la arribada. Esta se efectúa con rapidez, el grumete, un querubín con clusa azul y gorrito rojo, es el que primero salta de la barca, y haciendo de la amarra, se planta resueltamente, la cabeza hacia atrás y tensas las piernas, para sostener la embarcación lo más cerca posible del muelle, en tanto que desembarcan el patrón y el marinero llevando las redes.

— Tu rapaz es un desenvuelto, Maruxa, -le dice con ruda franqueza el patrón a la madre del grumete; —sigue sobre los pasos de su difunto padre; que Dios tenga en gloria.Bien, hijo mío—contesta gravemente la mujer; y luego, vuelta a su interlocutor, le pregunta: — ¿Me lo llevarás también mañana?

—Mira que he oído a las gaviotas lanzar sus chillidos de tormenta y de muerte. ¡Pedro, por Dios, no expongas a mi hijo, mi tesoro!

—¡Calla, tonta! Sabes que tengo experiencia y llevo veinte años en la mar sin haber naufragado Si no tienes confianza en mí, contratas a tu Santiaguiño con otro patrón, y en paz.

—No digo eso, Pedro Piñeiro, no digo eso; solo, sí, que tengo siempre miedo… ¡la mar es tan traidora! Los más hábiles sucumben en ella. Mi pobre Miguel que era avisado como no habrá otro, no pudo librarse de sus furores, y eso que estoy bien segura que no se expuso inútilmente. ¡Oh! No: testigos son esta infeliz viuda y este pequeño huérfano.

—El mar es la delicia de los verdaderos marinos, madrecita mía—interrumpió el grumete con penetrante voz, que conmovió a la buena gallega y a los marineros. —Pero ya sabe: mujer de hombre de mar, mujer de pesar. Yo no me casaré nunca madre, y viviré siempre contigo. Estas pláticas llegaron delante de la casa de Maruxa, los dos hombres, saludando toscamente, dieron las buenas noches a la viuda y a su hijo

¡Hasta mañana! — y dijo alejándose el capitán

¡Hasta mañana! — respondió Santiaguiño.

—No hay casa como la nuestra—exclama ufano el precoz muchacho, tirando su gorro sobre un banco. Y luego se planta muy formal, con los brazos cruzados, mientras su madre reza lentamente la bendición de la misa. — Madrecita, nuestra casa es alegre como ninguna y aseada ¡pardiez! — y esto diciendo, el animoso grumete hunde su cuchara en los grelos. — Pero esto ¿a quién se agradece? Continua con una locuacidad encantadora, y sin más interrupción que la de llevarse una cucharada a la boca, sigue: — Cuando estoy en la pesca pienso mucho en ti y en esta nuestra cabaña, ¿lo crees madrecita? — Eso me da bríos para la faena… toma, estoy tan contento esta noche, que voy a echar unas coplas antes de dormir.

grumete 2

  Y apurado aprisa el último bocado, el grumete se levanta a descolgar un viejo acordeón, que al impulso de sus nervudos dedos empieza a gemir bien que mal el aire de un canto a Santiago, patrón venerado de los gallegos y de todos los españoles.

  Maruxa, feliz con la felicidad de su hijo, entona las coplas; Santiaguiño y el acordeón prosiguen el estribillo. Y la pobre viuda, al dar a su hijo el beso de las buenas noches, exclama radiante de gozo: — Sí, bien has dicho, mi Santiaguiño; alegre es y bien abastecida de paz, gracias a Dios, nuestra pobre casita.

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  Triste, muy triste es la casa de Maruxa Cumeira en la aldea de san Cipriano en Galicia: el vendaval hace gemir sobre goznes la vieja y carcomida puerta, retumba el trueno, y los relámpagos que se cruzan sin cesar tiñen con sus cárdenos resplandores el tosco mueblaje de la casita.

  También es la hora de la cena, pero la viuda no está allí para prepararla, su hijo, su Santiaguiño, está en alta mar, la tempestad estrella terrible, y las costeñas gallegas ruegan a Dios por los ausentes.

¡Oh María, vos que sois la Estrella de la mar, tened piedad de nosotras!—repiten las esposas, las hijas, las hermanas, las madres. “¡Santiago, patrón de Galicia, interceded por nosotras!…

  Las mujeres salen poco a poco de la iglesia y se dirigen al puerto: ¡pobres criaturas! ¡qué espectáculo las aguarda!

  La mar, en el colmo de su furor, se yergue en olas enormes, cuyos mugidos ensordecen los del huracán. El viento sopla con tal furia, que las mujeres apenas pueden tenerse en pie, muchas se tambalean estrechando fuertemente en sus brazos a sus hijuelos.

  El venerable cura de san Cipriano, de pie sobre el muelle, interroga al horizonte con la ayuda de un anteojo de larga vista. Maruxa se endereza detrás de él, rígida como una estatua de mármol.

grumete 3

— ¿Le veis, señor cura? —pregunta con voz enronquecida; ¿veis a Santiaguiño, mi chico?

El sacerdote, conmovido por el dolor profundo de esta mujer, le responde con dulzura: “Veo muchas barcas que luchan valerosamente contra el temporal, mas, no puedo distinguir ninguna.” Y a seguida, con voz solemne grita: “Roguemos todos por nuestros desgraciados hermanos, y suceda lo que suceda; ¡Oh, pobres y afligidos, bendecid y acatad la voluntad de Dios, que manda a los vientos y a la mar!… voy a rezar en alta voz las preces de los agonizantes…”

  Las mujeres caen de rodillas rompiendo en prolongados sollozos y esforzándose para responder a las deprecaciones del sacerdote, sin poderlo conseguir. Solo Maruxa, con las manos juntas y los ojos dilatados por una angustia sin nombre, va pronunciando con voz alta e inteligible las sagradas palabras.

Una desconocida a quien la curiosidad o el interés ha traído al pueblo, se inclina a la atribulada viuda, y engañada por su aparente calma le pregunta: — ¿no tienes a nadie en el mar?

— ¡Tengo a mi hijo, mi único consuelo!— le responde con voz apagada; si yo ruego de este modo es porque sé que él tiene suma necesidad: ¡va a morir! ¡Morir mi tesoro, morir como murió su padre hace cinco años!…

La desconocida se conmueve y se pone también a rezar.

¿Cómo describir la escena que siguió? El cura ayudado por algunos hombres de buena voluntad, cogió un bote y partió al encuentro de los pescadores. El salvamento, organizado con valor e inteligencia, fue más feliz de lo que se podía esperar; solamente una barca escapó a las pesquisas: la de Pedro Piñeiro, que se fue a pique, como se descubrió más tarde.

¡Pobre Maruxa!

¡Pobre madre! Cuando al día siguiente por la mañana le trajeron el cadáver de su querido hijo, depositado por las olas no lejos de su casita, y cubrió de besos y de lágrimas la frente pura, los rubios rizos y los cerrados párpados del pequeño grumete, sintió sin duda alguna desgarrársele el corazón; mas, cuando volviendo de conducir a su pobre hijo a la última morada entró en su cabaña solitaria, la afligida viuda se dijo a sí misma que para ella todo había concluido, y no intentó ya luchar contra la inmensidad de su dolor.

Desde entonces viósele arrastrarse penosamente a la iglesia y al cementerio, y volver a su casita sin cambiar con nadie la menor palabra. De sus ojos enrojecidos manaban continuamente dos fuentes de lágrimas, que habían abierto dos surcos en sus demacradas mejillas. Hasta los más indiferentes se sentían conmovidos en presencia de esta nueva Raquel, que como, la antigua, no quería ser consolada.

  Una tarde, aniversario del día fatal, Maruxa quedose en la iglesia más tiempo que de costumbre; parecíale que una fuerza irresistible le impedía dejar el sagrado asilo.

  De repente oye una deliciosa música que, muy lejana al principio, va acercándose muy rápidamente. Bien pronto divisa una larga procesión que parece querer dar la vuelta a la iglesia. Cuantos la componen, vestidos todos de blanco, tienen una hermosura sobrenatural. Vienen cantando un himno… el corazón de la do vota pescadora late con violencia… Es un cántico a Santiago, el mismo que Santiaguiño cantaba con ella la víspera de su muerte.

  Una particularidad sorprende a la viuda: nota que un gran número de los que desfilan por delante de ella llevan las manos juntas y se adelantan con sonrisa de celestial alegría y los ojos levantados hacia el cielo (entre estos reconoce a su marido, que le dirige una dulcísima sonrisa), mientras que otros llevan como unos cubos de agua que entorpecen su marcha y hacen pesados sus pasos. En medio de estos últimos, Maruxa distingue con asombro a su Santiaguiño encorvado bajo el peso de su carga: ella quiere adelantarse para ayudarle, pero no puede llegar, y su hijo viene a detenerse delante de ella y le dice:

— Querida madre, mira la carga que llevo; es tan pesada, que me hace tambalear; pues bien: sabe que son tus lágrimas las que llenan estos recipientes; ya ves, están a punto de desbordarse. ¡Oh! Si me amas, cesa de gemir, no llores más, madrecita, yo soy feliz.

Y dicho esto, Santiaguiño imprime un beso prolongado en la frente de Maruxa, y vuelve a su puesto, agobiado por el peso de los cubos, cuya agua cae sobre sus desnudos pies.

La viuda sigue con sus ojos en la procesión que se aleja; después, cuando la iglesia vuelve a quedar en silencio; se levanta y promete a Dios formalmente emplear en santas obras el resto de su vida en lugar de complacerse en su dolor, como lo había hecho hasta entonces.

Sabiendo algunos días después que una infeliz mujer de pescador, viuda como ella, había muerto dejando dos hijos huérfanos, Maruxa los adoptó, y tanto llegó a sobre ponerse a su dolor, que un ignorante del suceso que hubiese pasado por delante de la cabaña y prestado oído a las frescas explosiones de risa de los hijos adoptados por la heroica viuda hubiese podido decir con razón: “¡Y qué alegre es la casita de Maruxa Cumeira en el lugar de san Cipriano de Galicia!”

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